Javier Fernández-Regatillo Vega y Carmen Ruiz Ruiz ganan el II Concurso de Relato y Poesía

  • La entrega de premios tendrá lugar en un acto público el próximo viernes 19 de diciembre, a las 19.00 horas, en la Sala de Ámbito Cultural del Centro Comercial El Corte Inglés

Javier Fernández-Regatillo Vega, bajo el seudónimo de ‘Finch’, y con la obra titulada ‘El camino a casa’ y Carmen Ruiz Ruiz, con el alias ‘Clementina’, y la obra ‘El temblor del héroe’ son los ganadores de la segunda edición del Concurso de Relato y Poesía, organizado por la Fundación Bolos de Cantabria.

Ambos autores recibieron las puntuaciones más altas por parte del jurado, formado por José Manuel Iglesias Gil, vicepresidente de la Fundación Bolos de Cantabria, que actuó como presidente del jurado; Enrique Torre Bolado, patrono de la Fundación Bolos de Cantabria; Merche Viota Faces y Borja Cavia Viteri, en representación de los medios de comunicación;  Juan Francisco Quevedo Gutiérrez y Joaquín Díaz Rodríguez -que participa telemáticamente, representantes del mundo de la cultura y de los bolos.  Actúa como secretario, sin voto, José Ángel Hoyos Perote, secretario de la Fundación.

Tras la lectura de las obras se procedió a la calificación (de 1 a 5 puntos) de todas ellas para elegir las dos mejores de cada apartado. Las votaciones fueron ampliamente comentadas y debatidas. Tras la votación final resultaron ganadores ‘Finch’ y ‘Clementina’, desvelando a continuación Hoyos Perote las identidades de los vencedores de este 2025.

A la vista de la calidad de las obras presentadas, se acuerda hacer una selección de aquellas que el jurado ha considerado, según lo recoge el punto 14 de las Bases, y editar un cuadernillo que se repartirá en el acto de entrega de premios tanto a los autores seleccionados como a los asistentes.

La entrega de premios tendrá lugar en un acto público que se desarrollará en la Sala de Ámbito Cultural del Centro Comercial El Corte Inglés, el próximo viernes 19 de diciembre, a las 19,00 horas. Durante el mismo, los dos ganadores y algunos de los finalistas leerán sus obras.

Los premios para los ganadores de ambas categorías consistirán en la entrega de una litografía titulada ‘Jugador de bolos’, numerada y firmada por el autor, el reconocido artista cántabro Pedro Sobrado, un diploma conmemorativo; y cesta de productos de La Ermita Cantabria.

24 han sido las obras -11 poesías y 13 relatos cortos, que se han presentado a este concurso, destacando que un tercio de ellas están firmadas por jóvenes, destacando varios alumnos de ESO.

En honor a los ganadores transcribimos a continuación sus obras, para que todos los lectores las conozcan:

EL TEMBLOR DEL HÉROE, de Carmen Ruiz Ruiz ‘Clementina’

Tiemblan,

como tiemblan, gallardos, los guerreros,

que resisten el estruendo hostil de la contienda

y, marciales, se erigen dignamente,

mientras el enemigo pergeña un nuevo golpe.

Tiemblan,

como tiemblan, serenos, los audaces,

que renuncian a abandonar el campo de batalla

y permanecen en pie hasta su muerte

o, arrogantes, superan el asalto.

Tiemblan,

porque palpita un corazón en sus astillas,

y al proyectil ya lo carga nuevamente el artillero,

y ese pequeño capitán que guía al regimiento

encabeza con orgullo la fe de su milicia

aun siendo la diana más preciada en la ofensiva.

Tiemblan,

porque dulce es la victoria, sólido el fracaso

y frágiles los héroes que afrontan impasibles la derrota

cuando la última bola detona en el palenque.

EL CAMINO A CASA, de Javier Fernández-Regatillo Vega ‘Finch’

Mi padre solía cogerme la mano para cruzar la carretera. Yo forcejeaba hasta que me soltaba en la cola del quiosco de helados. Fingíamos indecisión durante aquella tregua de azúcar y luego él pedía uno de chocolate y otro de mantecado. Me pasaba el mío casi sin mirarme y emprendíamos el camino a casa.

Cada tarde estival, cuando el sol aún descansaba sobre el mar de la ciudad, nos deteníamos frente a la vieja bolera de San Martín. Observábamos el juego en silencio apoyados sobre la barandilla azul. La bola giraba en el aire, se elevaba sobre las montañas y, durante un instante, flotaba suspendida por fuerzas ancestrales. Después caía pesada, con ese sonido grave que nacía más allá del tiempo. Yo contenía la respiración mientras el helado resbalaba por mi brazo. Cuando llegaba el golpe, seco y limpio, seguido de la música que hacen los bolos al caer, nos mirábamos callados en aprobación de la jugada. Era nuestra forma de comunicarnos.

Jamás habíamos jugado a los bolos. Mi abuelo, en cambio, siempre los tenía en la tele. Cuando él desapareció nosotros todavía manteníamos nuestro ritual de helado, paseo y barandilla. Yo había crecido algo, y buscaba con disimulo en los ojos de mi padre las respuestas que él parecía encontrar en aquel corro de bolos que, contra todo pronóstico, no desencajaba en el entorno. Tal vez tenía la intuición de que el juego contenía la vida entera y que bastaba con escucharla. Nunca me lo dijo.

En los pueblos suelen verse las mismas caras en las boleras. Sin embargo, en aquel oasis urbano todos estaban de paso. Como yo, ni veían ni escuchaban. No lo entendía entonces. Sólo sabía que había algo inaprensible en aquellos atardeceres de sal, humedad y mantecado, y que la mano de mi padre sobre la barandilla azul me hacía sentir que el mundo estaba en su sitio.

Pasaron los años y solté definitivamente la mano de mi padre. A veces pasaba camino de otro lugar y encontraba la bolera más desgastada, con los tablones abiertos y los bolos picados. Las últimas veces apenas se jugaba. Era cosa de viejos. Uno se esforzaba en arrancar hierbajos y pinar unos bolos que nadie derribaría. Vámonos, Papá, no queda nada que escuchar aquí. Sonrió triste, y por primera vez percibí en su silencio una mueca de dolor.

Murió ese invierno, con el mar amenazando tragarse la costa igual que el olvido hizo con la bolera. Regresé al cabo de los años queriendo recuperar los veranos de infancia. Donde había arena prensada, sólo encontré hormigón. Me asomé a un auditorio vacío, impersonal y gris. No escuché risas ni voces, tampoco el eco de la madera. Únicamente reconocí el mar, incansable. Me apoyé en nuestra barandilla, a la altura a la que solíamos ver la vida girar en manos ajenas.

Cerré los ojos. Afiné el oído. Primero, el zumbido de una bola cortando el aire; luego, la música de los bolos, un sonido inconfundible. La bolera seguía a mis pies, invisible, acogiendo sin yo saberlo el concurso de mi vida. Sentí a mi padre a mi lado, con su helado derritiéndose, sin decir nada porque no hacía falta.

Levanté la mirada al horizonte. Las olas rompían con el compás de entonces, meciendo una bola de encina antes del clac que tanto añoraba. Mis raíces no estaban en aquel lugar, sino en los sonidos, los gestos y los recuerdos. La identidad no desaparece y los bolos sólo se habían mudado al silencio de las tardes que ya no vuelven.

Me levanté despacio. El viento olía a mantecado. Estaba en casa.

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